divendres, 24 de juny del 2016

Reseña: El cerebro moral. P. S. Churchland





El cerebro moral.
Lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad.
Patricia S. Churchland1



Patricia S. Churchland (1943), es una filosofa canadiense norteamericana. Graduada con honores por la Universidad British-Columbia, cursó también estudios en la Universidad de Pittsburgh así como en la Universidad de Oxford. Fue profesora de filosofía en la Universidad de Manitoba y del Salk Institute for Biological Studies, siendo actualmente profesora emérita del departamento de filosofía de la Universidad de San Diego. Es miembro de la American Academy of Arts and Science.
Sus intereses la han llevado a estudiar la relación entre la filosofía y la neurociencia (en la llamada neurofilosofía), sosteniendo un reduccionismo de la filosofía moral y la conciencia al materialismo del cerebro. Churchland defiende que entender como funciona el cerebro es esencial para entender la mente, la conciencia, el libre albedrío, la toma de decisiones, la ética y la moralidad, el aprendizaje, la religión, etc., en definitiva, el comportamiento humano.
En este trabajo, Churchland indaga sobre qué nos dice la neurociencia respecto a la moral. No hay duda que los seres humanos somos seres sociables por naturaleza, la cuestión es averiguar por qué lo somos y qué mecanismos biológicos nos permiten serlo, ya que, si somos algo, ese algo debe indiscutiblemente estar establecido en nuestra capacidad ontogenética. Si bien a lo largo de los siglos la filosofía moral ha tendido a establecer la conducta moral fundamentandola en la razón y la cultura, no hay duda que nada podríamos hacer o ser si nuestra ontología como seres vivos no nos lo permitiera. La forma de sociabilidad de los humanos tiene mucho que ver en la forma en que los mamíferos son sociales, y de ello se deriva que cabe una búsqueda evolutiva de los mecanismos biológicos que la hacen posible, que hacen que las conductas de sociabilidad fueran seleccionadas. De hecho, los circuitos del cerebro son quienes organizan esa sociabilidad, o al menos la permiten. Entender la evolución de la sociabilidad de los mamíferos, de los que sin lugar a dudas formamos parte, nos conduce —según Churchland a entender como surge la moralidad humana.
No obstante, Churchland es cauta, acepta de entrada que establecer los preceptos morales que postulan lo que debería ser desde los hechos naturales, que son aquello que es y que son los que la ciencia puede desentrañar, comporta una enorme dificultad y puede dar lugar a acusaciones de «cientismo» con pretensiones de explicar aquello que no puede. Ello, sin embargo, no es óbice para intentar encontrar algo tangible, algo que alumbre la moralidad con algo más que una simple exposición de opiniones filosóficas trascendentes, más o menos razonables, y que la conecte con aquello que conforma nuestra naturaleza humana. La cuestión es: ¿Dónde está el origen de nuestros valores? ¿Por qué tenemos unos valores y no otros? Churchland defiende que la neurociencia, la biología evolutiva y la psicología experimental aunadas permiten dar luz al marco filosófico que rige nuestra naturaleza social. Por tanto, no encara la cuestión desde la cultura, a la que no niega importancia, sino que se ocupa de la problemática desde el punto de vista neuronal y biológico. Su hipótesis principal es que la moralidad se origina en la biología del apego.
Aquello que somos lo somos desde nuestra naturaleza, no cabe ahí o no hace falta ni transcendencia sobrenatural ni exaltaciones de la razón como explicación de eso que somos. Entre eso que somos están los valores éticos con los que regimos nuestra conducta, y todos ellos se sostienen por el funcionamiento de redes neurales y su interrelación. Las normas morales a qué esos valores dan lugar, sin lugar a dudas nada simples como resultado de la complejidad de las relaciones humanas, no pueden dejar de estar cimentadas en aquello que nuestro cerebro acepta o determina como correcto, los seres humanos partimos desde el inicio con un equipamiento neural, fruto de la evolución de los mamíferos, que posibilita la sociabilidad, del cual se deriva una «necesidad» de moralidad.
Para demostrar sus postulados, Churchland analiza qué ocurre en el cerebro, cual es el mecanismo neuroendocrinológico que hace posible nuestra conducta. Ésta no se sostiene en la nada, sino que necesita un sustento fisiológico que la haga posible. No hay duda que determinadas hormonas en especial, la oxitocina, la vasopresina y la dopamina cumplen una función evidente en las sensaciones de dolor y/o placer, y esas sensaciones tienen un correlato directo con aquello que nos parece bueno o malo. Los cambios evolutivos del cerebro y de las hormonas que produce y lo afectan han favorecido la aparición y fijación de rasgos que encaminan al individuo hacia el cuidado no solo de sí mismo algo absolutamente necesario para el sostenimiento de la propia vida—, sino también de los demás.
Parte fundamental de sus pesquisas se derivan de los estudios en humanos y otros mamíferos a la hora de colaborar, negociar o competir por determinado recursos y en donde aparecen sin solución emociones que nos conectan con conductas muy determinadas tales como la confianza, la agresividad, los deseos de colaboración, la ira, el rechazo, etc. Si bien cabe ser cautos a la hora de establecer determinantes específicos de la conducta y las condiciones homeostáticas del cerebro al cabo, ya se ha dicho, la conducta no deja de ser algo sumamente complejo, no hay duda que el correlato existe.
Churchland se muestra muy cauta también a la hora de aceptar términos como innato o universal en el desarrollo de la conducta moral. No defiende en absoluto la existencia de un gen moral, del mismo modo que no hay un gen de la escritura, o un gen que nos empuje a construir barcos de madera. Las presiones que se derivan del entorno, del aprendizaje o de la reflexión son evidentemente importantísimas en el desarrollo de la conducta. Sin embargo, nada de todo ello puede tener lugar sin un circuito neuronal que lo haga posible, que (pre) disponga a los individuos a determinado comportamiento.
Una de las características fundamentales de los seres humanos es el enorme desarrollo del cerebro, especialmente de la corteza prefrontal (CPF), no solo de mayor tamaño que el de otros mamíferos algo relativamente importante, sino especialmente con una mayor densidad neuronal, la cual se considera sede de la inteligencia. Sin embargo acepta Churchland, hay que señalar que las conclusiones de los estudios que relacionan la CPF con la conducta no dejan de ser sumamente especulativas y merecen toda la cautela posible. El conocimiento neurobiológico dista aún de satisfacer las preguntas que aquella suscita. No obstante, los resultados de las investigaciones con las neuronas espejo, su relación con la conducta social y la aparición de la conciencia, profundamente imitativas, son, a pesar de sus limitaciones, estimulantes en el sentido de establecer un marco sistemático de acercamiento. Las neuronas espejo y la empatía parecen tener un correlato incuestionable.
Aceptando las limitaciones de la neurobiología, Churchland se propone establecer, al menos, que los procesos valorativos, las normas y reglas morales que seguimos y nos parecen acertadas, a las cuales solemos dotar valga la redundanciade valor en base a razones o a alguna «metaley» más profunda que las supera, tienen la necesidad de armonizarse con aquello que sentimos, nuestras emociones y nuestras pasiones, las cuales sí son totalmente dependientes de la actividad fisiológica del cerebro. Nuestra autora hace un somero repaso de los problemas que a lo largo de la historia distintos filósofos Aristóteles, Hume, Kant, Bentham, Mill, Rawls, Singer, Moore, etc. han encontrado cuando han tratado de establecer un criterio de norma moral válido y unívoco, esto es, una «regla de oro» o un imperativo categórico, que funcione siempre y en toda ocasión, y que nos sirvan de guía en nuestro actuar. Antes bien sugiere las acciones son previas a las normas. Hay un actuar que nos parece pertinente y posteriormente intentamos establecer discursivamente, dilucidar, una norma moral que lo haga encajar. El dominio normativo no es, pues, autónomo. Nuestras percepciones nos dice están impregnadas de valor. Aquello que nos parece bien está preñado de valor intrínseco, nos lo parece (bueno) porque lo es, no porque se nos dice que lo es.
Como se ha señalado, hay un hiato entre lo que debería ser y lo que es, Churchland defiende que el avance científico y naturalista nos ha permitido, y más nos permitirá en tanto en cuanto lo ensanchemos, establecer lo que debería ser gracias al conocimiento de lo que es, como por ejemplo en el campo de la salud.
No hay duda que la propuesta de Churchland es sumamente interesante, debe haber de alguna manera un sustento fisiológico o natural a nuestro comportamiento. Nada viene de la nada, ha de haber, por tanto, un fundamento material que sirva de sostén a nuestra naturaleza en tanto que seres humanos. Que la naturaleza es moral es algo que han defendido otros autores, como Frans de Waal (2013), quien ha dedicado esfuerzos a entender este mismo problema desde la primatología y el estudio de la fijación de rasgos evolutivos que nos conducen a la cooperación y la empatía. La biología evolutiva demuestra ser un lugar sólido desde el que comprender múltiples procesos de la vida y la naturaleza humanas y/o animales.
Quizá se podría reprochar un exceso de confianza en hallar explicaciones en base a ese reduccionismo biológico. Tal como señaló S. J. Gould (1979), los reduccionismos evolutivos, si no siempre al menos sí muy a menudo, parecen consistir en el arte de narrar cuentos («telling stories»). Es verdad que Churchland se muestra cauta y acepta reiteradamente que el conocimiento del funcionamiento neurocerebral es aún muy limitado y que, por tanto, sacar determinadas conclusiones es, con seguridad, demasiado osado.
Uno de los problemas del reduccionismo moral es que, si todo acto humano está determinado por una causa natural o fisiológica, el libre albedrío entendido tradicionalmente por la filosofía como acto sin causa desaparece, con lo cual, la moralidad en tanto que responsabilidad también, ya que uno no puede ser responsable de aquello determinado de antemano, que no puede ser de otro modo. O bien, como Churchland defiende en otro lugar (2006), debemos modificar qué entendemos por responsabilidad moral. Las elecciones que hacemos nos dice las hacemos con el cerebro, y éste opera causalmente. por tanto no hay, no puede haber, elección incausada, elección que opere en un vacío. En todo caso añade—, lo que podemos hacer es un acto de autocontrol de aquello que está determinado. Me temo que con eso solo esquiva el problema pero no lo resuelve, ya que el autocontrol surge de nuevo en ese cerebro. Por otro lado, lo bueno y lo malo no están, al menos no siempre, asociados al placer o al dolor.
No podemos ir contra nuestra naturaleza, estamos condicionados por ella, pero ¿implica eso que nos determine? Mario Bunge (1985) defiende, como Churchland o de Waal, que la explicación de aquello que somos no necesita de ninguna sustancia enigmática o trascendente, y que la neurofisiología es absolutamente necesaria para comprender al ser humano, pero insuficiente para dar cuenta de estados psicológicos que serían resultado de una emergencia de carácter indiscutiblemente materialista en donde intervienen distintos niveles de la realidad, biológico y social. El aprendizaje, además, es algo tan sumamente abierto que distancia necesariamente la conducta de la biología.
En cualquier caso, debemos reconocer que para entender la mente humana es fundamental entender el cerebro, de lo que se deduce tal como señala nuestra autora que lo importante es seguir investigando, la única forma de dar luz a las múltiples incógnitas que los correlatos entre la mente y el cerebro generan.



Bibliografía:
Bunge, Mario (1985). El problema mente-cerebro. Un enfoque psicológico. Tecnos. Madrid 2011.
Churchland, Patricia S. (2006). «The big questions: Do we have free will?» New Scientist magazine, nº 2578 Pág. 42-45. 18 noviembre de 2006. Recuperado 15 abril de 2016 en:
Churchland, Patricia S. (2011). El cerebro moral. Lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad. Paidós. Barcelona 2012.
Gould, Stephen J.; Lewontin, Richard C. (1979). «The Spandrels of San Marco and the panglossian paradigm: a critique of the adaptationist program». Proceedings of the Royal Society of London. Series b, vol. 205, nº. 1161, pág. 581-598.
Waal, Frans de (2013). El bonobo y los diez mandamientos. En busca de la ética entre los primates. Tusquets. Barcelona 2014.
1Patricia S. Churchland (2011). El cerebro moral. Lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad. Paidós. Barcelona 2012.

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